Clínicas secretas en Turquía atienden a combatientes sirios

Un combatiente sirio se recupera en un centro post-operatorio en Turquía. Fotografía: Diego Represa.

“Por favor, no digas dónde estamos”. Quien habla es un enfermero que desde hace dos meses atiende a los heridos rebeldes que luchan en Siria contra el ejército de Baschar al-Assad. En varias ciudades turcas han proliferado centros clandestinos que reciben por decenas a los pacientes que los hospitales no acogen. Carecen de permisos oficiales, pero funcionan como estancias de reposo y post-operatorios.

“Los hospitales turcos en ocasiones se ven desbordados y entonces sólo reciben a los sirios si se trata de vida o muerte. Aquí facilitamos la fisioterapia y los medicamentos”, cuenta otro enfermero. Aseguran que en realidad el gobierno turco hace la vista gorda porque necesita de ellos. Este tipo de instalaciones alivia una carga que su sistema de salud no está preparado para asumir, especialmente durante las jornadas de combates más encarnizados. Además, algunos turcos habían comenzado a quejarse de que se les daba prioridad a los sirios antes que a los autóctonos.

La mayoría de los internos acude a este consultorio para sobreponerse a los impactos de bala; algunos lograron escapar con vida del disparo de un francotirador. Al principio, los jóvenes dispersos en las habitaciones se muestran reacios a hablar. “No queremos tener que cerrar. Ha costado mucho encontrar un lugar adecuado para asistirles”, añade uno de los gestores. “Temen que agentes infiltrados del régimen sirio tomen represalias contra ellos en caso de retornar a sus pueblos”, sentencia.

Casi todos proceden de la provincia de Alepo, cuya capital es la segunda ciudad más importante del país. Allí se lucha calle a calle, barrio a barrio, en una suerte de guerra urbana. Tanto el autodenominado Ejército Libre Sirio como los soldados oficiales libran también una contienda propagandística. El primero se adjudica la victoria de sus katibas sobre ciertos territorios o anuncian sus movimientos ofensivos en páginas de Facebook, mientras que se ensalza a los segundos en canales afines. Las bajas militares normalmente se minimizan. La desconfianza ante los desconocidos va en aumento.

Aunque más lentamente de lo que desearían, los encargados de poner en marcha el centro post-operatorio equipan los cuartos a medida que reciben dinero, donaciones particulares en su mayoría. Anticoagulantes, pinzas, vendas, sábanas… Todo material es bienvenido. Un hombre despliega sonriendo un banderín de la ONG islámica IHH y sus acompañantes le instan enseguida a que deje de ondearlo. “No queremos que nos relacionen con nadie en concreto”, indican, aunque afirman haber recibido camas y mantas de la asociación. El hombre lo enrolla y guarda rápidamente.

Algunos heridos permanecen tumbados con algunas de las extremidades escayoladas. En una silla, un chaval de 20 años se muestra dicharachero, a pesar de llevar un aparatoso vendaje alrededor del cuello. Varios han sido operados recientemente; las marcas de la metralla son aún visibles. Con el paso de los minutos, se animan y acceden a fotografiarse. El luminoso dispensario se compone de un par de estantes llenos de cajas de medicamentos y un armario. Hay otras habitaciones con camas guardadas, pero de momento la capacidad es de 25 a 30 personas. “Podrían ser más si tuviéramos los medios”, se lamenta un hombre.

En la planta superior, se encuentra la oficina en la que se reúne el personal: seis enfermeros, un fisioterapeuta, un farmacéutico, un cirujano general y un oftalmólogo. Cortinas granates y opacas evitan que entre el calor y acentúan la sensación de secretismo. Una bandera de los rebeldes sirios y la oficial turca se expanden en un gran mural encima de un cielo pintado en la pared principal.

La estancia se encuentra limpia, en buen estado, y cuenta con varios sillones, además de un par de pequeñas mesas rectangulares y un escritorio. De repente, aflora alguna risa en la sala. El canal Halab Today (‘Alepo Hoy’), sintonizado en la televisión, muestra imágenes fijas de la ciudad nevada. “Muy informativo, muy actual”, bromean. Pronto acaba la distensión. Después del consabido té, los sanitarios vuelven diligentes a sus tareas, parte de un compromiso que aseguran continuará al menos hasta que finalice la gran batalla por Alepo.

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«Hemos venido para salvar la vida»

Fátima [nombre ficticio] alcanza una tetera sin agua mientras su hija corre en círculos por una alfombra extendida en el suelo. En ese pedazo de tela viven desde que huyeron de su hogar en la provincia de Hama, hace siete semanas. “Hubo bombardeos, mataban a gente y resistíamos, pero todos tenemos un límite”, comenta con rabia. Como Fátima, unas dos mil personas venidas de toda Siria se amontonan en un olivar de Atma (provincia de Idlib), cercano a la frontera con la región turca de Antioquía.

Desde hace un par de meses, quienes no cruzaron al norte se acomodan en mantas y bajo retales colgados de árboles que hacen las veces de improvisados pilares y vigas. Familias enteras se apiñan bajo las ramas que les protegen del sol radiante. En la cresta de la colina se han erigido seis carpas y varias tiendas de campaña de color ocre cedidas por el Ejército Sirio Libre, facción armada de los rebeldes que controla Bab al-Hawa y los pueblos circundantes. La Unión de Sirios en el Extranjero también aportó tiendas que permitirán aliviar en cierta medida la llegada del frío.

Fotografía: Diego Represa.

La ropa de Fátima -apenas un trío de camisas oscuras de manga larga- ondea al viento prendida de unas cuerdas atadas a un par de olivos. “Nos han hecho salir de casa y ahora cada miembro de mi familia está en un sitio”. Ella pudo escapar con su hija, que tiene síndrome de Down y requiere de cuidados constantes que en mitad del valle no recibe. Con el torbellino de acontecimientos, perdió el rastro de sus descendientes varones. Ha bajado al pueblo más cercano, por si pudiera localizarlos por teléfono, pero nadie responde a sus llamadas. “Mis muchachos son gente culta, deberían comenzar la universidad, pero les han arrebatado los estudios”, lamenta. “Nunca han participado en política y tenemos miedo. Ahora no sé qué es de ellos”, asegura mientras dobla un pañuelo blanco.

Desde marzo de 2011, Hama se convirtió en escenario de activas protestas contra el régimen de Baschar al-Assad, a las que siguieron una dura represión y violentos enfrentamientos que dejaron centenares de muertos y heridos. Más de un año aguantó la familia de Fátima sin moverse de la ciudad. “Hemos venido solo para salvar la vida”, explica la mujer. La niña asoma la cabeza detrás de su madre y con los dedos dibuja el signo de la victoria.

El limbo de los desplazados

Según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), cuando un civil huye y “cruza la frontera internacional de su país, se convierte en un refugiado y como tal recibe protección internacional y ayuda”. Los desplazados, en cambio, escapan de su hogar pero continúan en territorio de su propio estado, bajo la autoridad de unos dirigentes que no siempre aceptan que los ciudadanos reciban el amparo de ACNUR. En ocasiones, el propio gobierno es quien ocasiona o influye en los movimientos forzados de población.

Datos de ACNUR cifran en más de 101.000 sirios los inscritos en trece campos de refugiados instalados a lo largo de la frontera. Otros miles viven sin registrarse en pueblos y ciudades cercanas; la familia de Emad Almerei entre ellos. Cuando este sirio de 50 años llegó hace siete semanas al paso fronterizo, no le permitieron cruzar, y su hijo Murad se quedó con él. “Es mi único acompañante; traté de contactar con el resto desde aquí, pero no hay cobertura”, explica. Emad sufre una minusvalía que le impide estirar las piernas y andar con normalidad, por lo que necesita una silla de ruedas, plegada ahora al lado de la alfombra donde extiende sus escasas pertenencias. De poco le sirve para desplazarse por esta pendiente. “Cuando vivía en mi ciudad, acudía al hospital por el tratamiento, pero al final dejé de ir por los ataques”, cuenta con voz tranquila.

En una ocasión resultó herido por la metralla y decidió que era mejor marcharse con los suyos a Turquía. A menos de 500 metros se ven las vallas que separan los dos estados, aunque por carretera el camino es más largo. Todos los días llegan personas que tratan de alcanzar el otro lado y reciben una negativa de las autoridades turcas. A Emad no le importan las dificultades físicas o burocráticas. “Aquí estoy sufriendo, lo seguiré intentando”.

Fotografía: Diego Represa.

Un zarpazo a la normalidad

A Bashar al-Assad le cambió la vida el 21 de enero de 1994. Aquel día su hermano Bassel murió en un accidente de coche y Bashar pasó de trabajar como oftalmólogo en Londres a convertirse en el heredero del poder en Siria. Al fallecer su padre seis años después, le sucedió instaurando un período político que algunos auguraban de reformas.

La rutina de Basim Abdul se vio trastocada el vigesimoséptimo día de Ramadán de 2012. Esa mañana de camino al trabajo contempló la entrada de dos tanques en una pequeña ciudad de la provincia de Idlib, al norte del país. “Eran como tractores enormes. No hubo lucha en la calle, pero destrozaron todo a su paso”, recuerda Basim. Al llegar a casa habló con su esposa. Empacaron algo de ropa y se marcharon con las dos hijas y el niño, que le acompaña de la mano a todas partes. “Pasamos unos días deambulando y ahora llevamos un mes en este campo. No tenemos miedo de Bashar ni de los suyos”, afirma con orgullo.

Los bombardeos indiscriminados y la represión del régimen de Al-Assad le han devuelto la animadversión de sirios que le apreciaban como mandatario. No sólo suníes, sino también drusos, kurdos o cristianos se preguntan por qué son atacados civiles que apoyaban su política. “Yo adoraba a Bashar al-Assad, es mi presidente”, sostiene un hombre de Alepo llamado Ahmad. “Pero, ¿por qué nos ataca? Cuando caen las bombas, no preguntan si estamos a favor o en contra”, inquiere con vehemencia.

“Se cree un león grande [‘assad’ significa ‘león’ en árabe], pero no tiene nada aquí”, asegura Basim apuntado con el índice la sien derecha. Acaricia, como en un tic nervioso, la cabeza de su hijo, que le agarra con fuerza. “Hemos venido por ellos”, murmura antes de bajar la mirada emocionado, “para que tengan un futuro”.

O unos zapatos. Eso le gustaría comprar a la niña Areej, de 10 años, con su pequeño tesoro: una moneda que porta en el bolsillo desde no sabe cuándo. La muestra pícara ante sus amigas, que se arremolinan para admirarla con interés. Algunas pequeñas van descalzas y también querrían unas sandalias. “Son mejores las botas, porque por la noche nos pican los escorpiones”, opina una de ellas.

Fotografía: Diego Represa.

La comida escasea; crecen los problemas de salud

Dos muchachas se apartan de un grupo dando brincos. Descienden por un camino y se disponen a llenar unas regaderas con agua de las tanquetas. Recorriendo el trayecto inverso, un hombre carga una botella de plástico que contiene un líquido turbio, blanquecino y con posos. “Esta es el agua que bebemos”, espeta.

La mejora de la higiene se revela como una necesidad perentoria. Las enfermedades comienzan a proliferar y son comunes los casos de diarrea, especialmente entre los menores. Al lado de las cisternas, se han colocado las dos únicas letrinas –una para hombres, otra para mujeres-. Apenas diez metros las separan de un montón de basura del que, casi sin fuego, sale una intensa estela de humo. Un hedor envuelve el ambiente, mientras varios niños se divierten chocando palos cual espadachines de otra época.

Tres de sus amigos se sientan para comer alrededor de una cazuela. Antes de que se extingan las últimas horas de luz, un camión cargado con 150 kilos de arroz y varios sacos de pan de pita hace su entrada en la amplia avenida de olivos. El Ejército Libre Sirio se encarga de la distribución en pequeños contenedores de plástico. “Un pueblo del valle ha donado la comida”, comenta un muchacho sentado sobre el remolque. La solidaridad aflora entre los vecinos, pero parece complicado que todos obtengan su ración. Fátima se lamenta de que “ya casi no podemos ni comer”.

Quienes conservan un mínimo de ahorros, se acercan al puesto de Suleiman Kalaf, un tendero procedente de Idlib que asegura llevar alrededor de un mes en el campamento. “He perdido la cuenta, aquí los días pasan igual”, asegura con resignación. En esa provincia del noroeste, la resistencia contra el ejército actuó con determinación, aun cuando la aviación de Bashar al-Assad destruyó cultivos y ocasionó una “emergencia humanitaria”, según la Media Luna Roja. En uno de los empinados senderos, se han levantado tiendecitas como la de Suleiman con patatas, sopa, galletas, vasos, servilletas y tabaco. Se ha vuelto a quedar solo y pasan los minutos sin que nadie acuda a comprar. Es lo habitual.

Ni Fátima ni Emad imaginaban dos años atrás que la violencia desgarraría Siria; Basim y Suleiman no sospechaban hace un par de meses la huída que emprenderían. Durante algún tiempo tras el comienzo de las revueltas, confiaron en no abandonar sus actividades cotidianas: guisar la cena, repasar los deberes o atender el comercio. No querían dejar sus casas, pero menos aún que la guerra los encontrase durmiendo. “¿Por qué lo de Siria no se resuelve? ¿Qué es tan complicado?”, pregunta Fátima. Mujeres y hombres la rodean en silencio hasta que alguien murmura: “No sé, pero que acabe ya”. Mientras el país se retuerce de dolor, todos ellos, civiles, gente corriente, buscan una solución que les permita seguir con sus vidas más allá de este olivar.

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Líbano, tablero de Oriente Medio (II)

El pasado viernes la explosión de un coche bomba en Ashrafiyeh, un barrio de mayoría cristiana en Beirut (Líbano), dejaba al menos tres muertos y decenas de heridos. Entre los fallecidos se encontraba el general Wissam Al Hassan, una importante figura del espionaje libanés de marcado carácter anti-sirio y encargado de investigar la muerte de Rafiq Hariri, primer ministro libanés asesinado en 2005. Recientemente había participado en la operación por la que se detuvo a Michel Samaha, un antiguo ministro de Información libanés que admitió estar planeando futuros atentados en el llamado ‘país del Cedro’ a instancias del gobierno sirio.

Cientos de manifestantes que acudieron al funeral celebrado ayer se concentraron frente a las oficinas del primer ministro, Nayib Mikati, quien pidió un gobierno de unidad nacional tras un amago de dimisión rechazado por el presidente, Michel Souleiman. Las fuerzas de seguridad dispersaron a los asistentes, en su mayoría simpatizantes de la opositora Coalición 14 de marzo, que aglutina al principal bloque suní.

Durante el fin de semana se han producido cortes de carretera y quema de neumáticos, algo que ya ha ocurrido en los últimos meses, especialmente en la ciudad de Trípoli. Desde que comenzara el conflicto sirio, esta localidad ha registrado violentos enfrentamientos mayoritariamente entre alauíes seguidores de Bachar al-Assad y suníes partidarios de la oposición en la vecina Siria.

La sombra de Siria es alargada

Este contagio de la problemática siria a suelo libanés viene de lejos, aunque ahora haya tomado diferente cariz. Después de los Acuerdos de Taif que oficializaron el término de la guerra civil en 1989, Siria extendió su presencia por todo el territorio libanés con el beneplácito de Estados Unidos. Según diversos autores, los norteamericanos buscaban apoyos para expulsar a Irak de Kuwait en la Guerra del Golfo, además de verlo como una posible solución a la guerra civil libanesa. Dicho apoyo duró de 1990 a 2003.

Rafiq Hariri, quien había hecho fortuna en Arabia Saudí, resultó elegido como primer ministro en 2000 tras aliarse con sectores drusos, chiíes, cristianos y suníes[1], además de Siria, estado con el que luego se enemistaría. En 2003 Siria se opuso a la intervención estadounidense en Irak y en mayo del año siguiente el Congreso de Estados Unidos promovió la Syria Accountability and Lebanese Sovereignty Restoration Act, donde se le imponía una serie de sanciones.

Ese mismo verano el Consejo de  Seguridad de Naciones Unidas aprobó la Resolución 1559, por la que pedía la retirada inmediata de las tropas sirias en Líbano, la no interferencia en las elecciones presidenciales del país y el desarme de todas las milicias. Actualmente se acusa a Hezbolá –ahora en la coalición de gobierno- de no haber abandonado las armas.

Rafiq Hariri murió en una explosión junto a otras 22 personas el 14 de febrero de 2005. Había actuado como jefe de gobierno desde 1992 a 1998 y en un período posterior (2000-2004), antes de dimitir en un acto de protesta por la extensión de la presidencia del pro-sirio Émile Lahoud. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ordenó la creación de una comisión para investigar su asesinato y, posteriormente, decidió que había de establecerse un Tribunal Especial para el Líbano. Durante el verano de 2011 se apuntaron los nombres de cuatro sospechosos de haber cometido el asesinato de Hariri, todos ellos miembros de Hezbolá, algo que avivó nuevamente las tensiones sectarias. El recientemente fallecido Wissam Al-Hassan jugó un papel activo en dicha investigación.

La nueva ‘guerra árabo-israelí’

En cumplimiento con la Resolución 1.559, Siria había retirado sus tropas de Líbano en abril de 2005. No acaban ahí los problemas de Líbano, pues un año más tarde Israel lanza la operación “Recompensa justa”, después de que Hezbolá hubiese capturado a dos soldados israelíes. El gobierno liderado por Ehud Ólmert inició una ofensiva militar de 33 días, pero fue el grupo chií quien salió fortalecido del enfrentamiento. No obstante, también sufrieron varios reveses y Hezbolá perdió el dominio sobre ciertos territorios del sur que pasaron a estar controlados bien por la Fuerza Interina de Naciones Unidas en Líbano (FINUL), bien por el Ejército Libanés.

Se estima que Hezbolá causó “43 víctimas mortales” con el lanzamiento de unos 4.000 cohetes Katiusha, mientras que Israel habría matado alrededor de 1.500 civiles libaneses debido a los bombardeos durante dicho conflicto. Se causaron destrozos materiales especialmente en las zonas chiíes. En el documental My First War (`Mi primera guerra`), soldados israelíes dan fe de la existencia de “órdenes contradictorias” y un “sentimiento de desorganización”.

Naciones Unidas pidió “el cese de hostilidades” y que el gobierno libanés ejerciese su autoridad en todo el territorio. “A finales de año, los ministros chiíes de la coalición gubernamental habían dimitido, paralizando así el parlamento y el gobierno. Este impasse se vio confirmado en noviembre de 2007, cuando finalizó el mandato del presidente Lahoud sin que la mayoría en el gobierno hubiese designado a un presidente de su elección, y con el parlamento incapaz de señalar un candidato aceptable tanto para las fuerzas pro-sirias como para las anti-sirias”[2].

La situación empeoró en 2007 con la batalla en el campo de refugiados de Nahr el-Bared, al norte de Líbano, entre el grupo islamista Fatah-al-Islam y el ejército libanés. Para el periodista Ilya U. Topper, el enfrentamiento puso en evidencia que “Washington había apostado demasiado fuerte por aupar al poder al bando suní-cristiano, con los medios que fuera”, algo que habría supuesto un desequilibrio de fuerzas. Entre 2007 y 2008 las Fuerzas Armadas libanesas sufrirían varios atentados; el gobierno trató de destruir la red de comunicaciones internas de Hezbolá. Una vez más, el juego político-religioso se escondía detrás de los acontecimientos.

El Acuerdo de Doha

Tras varios meses de negociaciones, el 21 de mayo de 2008 se alcanzó el Acuerdo de Doha, mediante el cual los principales políticos de Líbano pretendían conformar un gobierno de “unidad nacional” que terminase con la “parálisis política” y los asesinatos de al menos setenta personas. Desde entonces los atentados políticos con coche bomba en la capital beirutí parecían haber quedado atrás. Por eso, además, muchos oyen ecos de aquel pacto cuando el actual primer ministro apeló el pasado fin de semana a la “unidad nacional”.

La Coalición del 14 de Marzo, liderada por Saad Hariri, triunfó de forma inesperada en las elecciones legislativas de 2009. Las divisiones de los partidos políticos libaneses dificultaron la composición del gabinete, que finalmente se desquebrajó el 12 de enero de 2011, con la renuncia de diez ministros. Hezbolá había logrado paralizar el gobierno de Hariri. Walid Jumblatt, líder druso del Partido Socialista Progresista, decidió abandonar la Alianza 14 de marzo y finalmente facilitó ese junio la llegada del suní Nayib Mikati al gobierno. El partido chií Hezbolá accedió al poder en esas fechas, con el jeque Hassan Nasrallah a la cabeza, mientras que Hariri procedió a retirarse entre París y Arabia Saudí.

Las tensiones sectarias no dejan de crecer en un país donde los actores extranjeros siempre han desempeñado un papel fundamental. Está por ver si la posible caída de Bachar Al-Assad propiciaría un alzamiento suní definitivo, pero parece claro que cualquier cambio en el país gobernado por la familia alauí tendrá consecuencias directas en Líbano.

Publicado en Hemisferio Zero.


[1] ALCOVERRO, Tomás: El decano. De Beirut a Bagdad: 30 años de crónicas, Planeta, Barcelona, 2006, pp. 242-244.

[2] OTTAWAY, Marina, et al.: The New Middle East, Carnegie Endowment for International Peace, [en línea], 2008, p. 14. Disponible en: http://www.carnegieendowment.org/files/new_middle_east_final.pdf

«Éramos felices»

Abu Zakur tiene alrededor de 40 años, es cocinero y ha trabajado en restaurantes de medio mundo. Nació en la provincia de Alepo, Siria, y se ha casado con cuatro mujeres, kurda la primera de ellas. Hay dos actividades que le encantan: comer –de lo que da fe su inmensa barriga- y bailar –de lo que da fe al mover su inmensa barriga-. Es padre de tres niñas, todas de su actual esposa.

Cuando amasó suficiente fortuna en el extranjero, decidió construir una villa en las afueras de Alepo. Como también le gusta nadar, aderezó la casa con una piscina en la que zambullirse junto a su primo. A más inmersiones, menos agua en el estanque. “Éramos felices”, solía repetir. Lo era antes de que una bomba lanzada por un avión del ejército sirio destruyese su casa, su piscina y su ilusión de ver jugar a las niñas en un hogar para el que había ahorrado toda su vida.

Abu Zakur nunca pensó que viajar resultaría una obligación. Al menos, no hasta el día en que empacó las maletas para escapar 60 kilómetros al norte. En la ciudad turca de Kilis entabló amistad con otros refugiados sirios. Encontró trabajo como guisandero, “que era lo que sabía hacer”. Y comer, bailar, y nadar. Y más cosas, pero a él le encantaban esas. Meneaba su obesidad por el restaurante y vestía el desparpajo con sonrisas.

Miraba a los clientes que devoraban la comida –y solían hacerlo más por lo sabrosa que por el hambre-. “Ya verás, te vas a poner como yo”, les decía. Y luego se cogía las lorzas a dos manos y las movía de un lado a otro. La sala estallaba en una carcajada y él bailaba. A veces se olvidaba de que era refugiado, o se lo hacía olvidar a los demás, pero otras no y repetía eso de “éramos felices”.

Cuando su pequeña Fátima aparecía entre las mesas, repartía besos a los comensales. Se colaba por la puerta trasera, pues la familia vivía en un cuarto pegado a la cocina. Abu Zakur la hacía volar por los aires y la aterrizaba en los brazos de alguien dispuesto a recogerla. “Si no fuera por estos momentos”, suspiraba. Cuando se echa el cierre, queda el estrés, las depresiones y los traumas. Y la violencia, la desconfianza y el miedo. Aunque te hayas ido lejos del horror en tu país, o precisamente por eso.

Hay quien no soporta haberse marchado. Algunas personas creen haber traicionado a su gente por buscar seguridad afuera. Otras no aguantan la incertidumbre y no a pocas les gana el sentimiento de culpa, el vacío existencial o la pura pena. Y la rabia, a borbotones. La mezcla de todas, aunque no sepamos en qué medida, les empuja a tomar una decisión.

Abu Zakur y su familia emprendieron el camino de vuelta a Alepo. Hace una semana que sus amigos de Kilis tratan de localizarlo, pero el móvil se encuentra ahora apagado. Esperan que sea un problema de cobertura y se hallen todos bien. Inshallah.

Sirios en el extranjero se organizan para enviar ayuda humanitaria

Bab al-Hawa (Siria).

El 10 de septiembre de 2011 se reunían en Viena (Austria) sirios residentes en varios países de Europa. Medio año de protestas, enfrentamientos y represión en su lugar de origen les empujaron a encontrarse para analizar la situación de la sociedad civil. De aquel congreso fundacional nacería la Unión de Sirios en el Extranjero (USE), presente hoy en 22 estados. Les acompañamos en uno de sus viajes a Siria para observar de cerca los proyectos que están llevando a cabo.

“Nuestro primer objetivo es canalizar ayuda humanitaria a Siria, coordinar a los distintos países y afianzar lazos”, narra Ahmad Kabil, representante de Austria y responsable de relaciones institucionales y exteriores de la USE. “Queremos ayudar a la gente aquí”, señala pensativo Kabil tras dar un sorbo a su taza de té. En el quinto congreso de la Unión, celebrado en Madrid en agosto de este año, los presidentes de varias delegaciones acordaron realizar un viaje conjunto para estudiar sobre el terreno las posibilidades de cooperación.

Desplazados sirios charlan sobre sus necesidades con una delegación de la USE. Fotografía: Diego Represa.

Un grupo de hombres recibe expectante al grupo. Les muestran el edificio colonial de dos plantas donde ahora residen varias familias desplazadas. Aunque data de 1932, las grandes piedras se conservan en buen estado. La casa tiene electricidad, pero la manguera roja que conduce el agua desde una tanqueta se acaba, retorciéndose como un remolino, a la puerta de la entrada. Algunas niñas se asoman curiosas a la ventana mientras los adultos debaten sobre la mejor ubicación de las salas del hospital que planean acondicionar allí. Apenas a unos metros se levanta una especie de cobertizo cuyo tejado quedó destruido por un tanque en los combates a principios del verano. Una vez se repare, las familias se mudarán allí.

Nasser Oumer, presidente de la sección española y responsable de asuntos sociales, se muestra satisfecho por la reunión. “Para nosotros es muy importante que haya un hospital en la zona. Así los heridos no tendrán que desplazarse hasta Turquía, como vimos la otra noche”. Oumer se refiere a los ataques que tuvieron lugar el pasado viernes, 21 de septiembre. Desde las nueve de la tarde y hasta la dos de la madrugada, se lanzaron al menos ocho proyectiles a unos 30 kilómetros de la frontera con la provincia turca de Antioquía. Veinte minutos después del primer estruendo una furgoneta trasladaba a un herido grave en las dos piernas hasta el puesto fronterizo. Del otro lado, una ambulancia de la Media Luna Roja esperaba para conducir al hombre hasta un hospital turco. Sus acompañantes aseguraban que las explosiones habían dejado diez muertos.

Emergencia humanitaria

“La gente puede esperar para comer, no para vivir”, declara con aire resignado Ahmad Kabil. Asiente con la cabeza el más taciturno del grupo, Ahmad Kasadji, de la delegación de Eslovenia, quien también ha querido sumarse a la expedición. “Hasta hoy, entre dinero en efectivo y materiales o equipos, hemos enviado más de 800.000 euros a terreno”. Entre ellos, se incluyen cinco ambulancias donadas en Alemania y otros puntos de Europa. Nidal Khalouf, encargado de asuntos humanitarios, se ocupó de certificar su recepción. Este sirio residente en Rumanía dejó su trabajo y lleva los tres meses de verano forjando contactos en ambos lados de la frontera para introducir la ayuda que recibe la USE. Su estancia en la zona le ha permitido organizar la logística de todos los envíos hasta el momento, aunque pretende regresar a su país por unos días.

“Con la evolución del trabajo, hemos abierto una sección política que nos permite seguir los acontecimientos de Siria. Pero, sin duda, lo más importante es hacer llegar la ayuda humanitaria”, sostienen desde la organización. “Se han creado redes de coordinación muy interesantes. De hecho, ya hay un almacén en Bab al-Hawa; se está acondicionando un hospital en otro punto de la frontera y hemos abierto una oficina en Reyhanli”, sentencia Kabil recordando algunos de los lugares visitados durante la jornada de trabajo.

Implicaciones políticas

“La revolución ha roto el obstáculo del miedo. Teniendo en cuenta que vivimos en Europa y disfrutamos de libertad, la idea principal es ayudar a nuestra gente”. Otro hombre de la delegación de Rumanía apunta que “la inestabilidad en Siria va en contra de Europa. Con la prolongación del conflicto se crean extremismos. Necesitamos trasladar a la opinión pública el sufrimiento de la población”.

Se lamentan de la falta de colaboración entre algunas asociaciones de sirios que viven en el extranjero, pero consideran positivo que cada una aporte su grano de arena. A lo largo de esta semana han ido regresando a sus hogares para explicar los acuerdos alcanzados, presionar a sus gobiernos y recaudar fondos que les permitan cumplir con los compromisos. Quizá la solución política tarde en llegar, pero los sirios se organizan para atender sus necesidades a corto plazo.

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Azaz, la vida a pesar de todo

En los primeros minutos del 28 de septiembre de 2012, publicaba el texto que sigue en la web de Hemisferio Zero. Apenas un tiempo después, a las 6:30 de la mañana (hora local siria) una casa de Azaz era bombardeada por la aviación del régimen. Han muerto 11 personas en el ataque, seis de ellas niños.

AZAZ, Siria.

Cuatro banderas enormes reciben a quienes llegan a Azaz por la polvorienta carretera que conduce a esta localidad siria desde el puesto fronterizo. Dos de ellas contienen la luna y estrella blancas sobre fondo rojo que representan a Turquía; las otras dos lucen franjas horizontales verde, blanca y negra. Tres estrellas rojas en el centro la completan. Señal de que hemos entrado en la Siria controlada por los rebeldes.

Motos y coches circulan en una plaza presidida por el enorme cartelón que cuelga de lo que resta en pie de una mezquita. Mahmoud, un médico de la zona, confirma que se trata de una lista de hombres que murieron durante los combates. Un par de blindados abandonados dan fe de los enfrentamientos. Paseando por la ciudad, se descubren al menos una decena más y algún que otro tanque desvencijado.

Las ruinas de un blindado y la mezquita de Azaz. Fotografía: Diego Represa.

Este verano los habitantes sufrieron violentos ataques por parte de la aviación gubernamental. Más de la mitad de la población huyó y muchos jóvenes se unieron a las katibas (falanges) del autodenominado Ejército Libre Sirio (ELS), quien recibió por esas fechas atención mediática tras la captura de varios rehenes libaneses. Hoy sigue siendo ciudad de paso hacia Alepo, unos 40 km. hacia el sur, pero también de desplazados y refugiados que buscan desde hace 18 meses amparo en dirección contraria, en la vecina Turquía. Decenas de ellos se amontonan en los alrededores, arrimados a paredes que aún permanecen erguidas. Según datos oficiales, hay registrados en el país mediterráneo más de 84.000 refugiados sirios. En total, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) cifra en más de 214.000 las personas registradas o en espera de serlo próximamente en Jordania, Líbano, Irak y Turquía.

Jamal, de 53 años, se acerca con su móvil para enseñarnos imágenes de una batalla que se libró en la calle donde nos encontramos. Asegura que datan de los primeros días de Ramadán –a mediados del pasado julio- mientras señala los lugares que aparecen en su teléfono. “Aquí nos enfrentamos a los soldados del régimen; en esa esquina les dejamos sin el carro [de combate]. Mira, en aquella acera se ven los impactos de los proyectiles”, cuenta atropelladamente.

Giramos a la derecha en nuestro recorrido y nos topamos con un cruce rebautizado como “Plaza de los mártires”. Varios jóvenes pintan sobre una pared el trazo verde de la bandera con la que ahora se sienten identificados. Sobre un muro se aprecian grandes fotografías de los vehículos tomados al ejército oficial durante la contienda. Es innegable que la iconografía del ESL acecha por los rincones. Unos pasos más adelante, los viandantes deben sortear un boquete causado por las bombas.

Algunas peluquerías o ferreterías permanecen abiertas, en claro contraste con la ristra de construcciones destartaladas. Nos acercamos a una tienda de comestibles atraídos por su escaparate. Al fondo del local se sienta Sharif, de unos 70 años, y nos hace un gesto para que entremos. La oferta de productos es más variada de lo esperado: detergente, garbanzos en bote, caramelos, pipas de fumar, pasta, paquetes de champú… “En realidad no es tanto. Hace unos meses entraron unos soldados uniformados y me robaron: 20 o 25 cajas de productos. Es el negocio de toda una vida”, cuenta con voz pausada. Nos ofrece una chocolatina y levanta la mirada hacia su hijo, que se desenvuelve en el mostrador mientras pone en marcha una cafetera para los clientes que le reclaman.

“Los aviones siguen volando por la noche. Ya no hay tantos bombardeos, pero tratan de atemorizarnos. Lo hacen para dejar clara su presencia; en el fondo nos están diciendo que siguen ahí y pueden atacarnos cuando quieran”, afirma el anciano. La noche anterior se oyeron disparos de obuses a varios kilómetros. Un joven comentaba en un corrillo que había casi doscientos muertos. Otros hablaban de “decenas”. Difícil confirmar la cifra exacta.

Por el enorme ventanal contemplamos a dos niños que sirven varios vasos de yogur en la tienda de enfrente. Otro corre a beber agua de un grifo después de asestar un bocado a un pimiento picante. “A pesar de todo, la gente está llena de energía. Mírales comprando fruta o riéndose en esa barbería”, sugiere un hombre llamado Moussa. El olor a café impregna el ambiente y en la televisión se suceden noticias del canal Al-Arabiya. Anochece y, por un momento, parece que la normalidad se ha instalado en Azaz.

El Consejo Nacional Sirio visita España

Riad Seif, Abdulbaset Seida y George Sabra. Fotografía: Diego Represa.

Una delegación del Consejo Nacional Sirio (CNS) visitó ayer Madrid con el objetivo de recabar apoyos para su lucha contra el régimen de Bachar al-Assad. El presidente del CNS, Abdulbaset Seida, fue recibido por José Manuel García-Margallo, Ministro de Asuntos Exteriores y Cooperación, quien mostró su apoyo al grupo más conocido del extenso entramado de la oposición siria.

La visita forma parte de una gira que ha llevado a la cúpula del CNS a países como Francia o Rusia y que espera visitar Marruecos dentro de tres semanas. “Instamos a la comunidad internacional a que alce la voz para que frene a este régimen”, ha insistido Abdulbaset Seida. Además de este filósofo kurdo, en el encuentro mantenido con la comunidad siria por la tarde en Casa Árabe intervinieron destacados integrantes del Consejo: George Sabra, activo miembro de la oposición desde los años 70 en que militase en el Partido Comunista Sirio; Riad Seif, parlamentario varias veces detenido por su actividad política y uno de los impulsores de la Declaración de Damasco; y Ahmad Ramadan, a quien se considera cercano a los Hermanos Musulmanes. Este último subrayó la “necesidad de crear soluciones prácticas en el terreno”, además de aludir a los “niños que tienen traumas psicológicos que requieren tratamiento” y las gestiones que están realizando para enviar “comida a los desplazados”.

Si bien el CNS proclama su intención de aglutinar a la oposición siria en el extranjero independientemente de la confesión religiosa o las preferencias políticas, diversas voces entre la población señalan la deriva sectaria que podrían estar tomando los enfrentamientos. Por otro lado, el CNS ha recibido críticas de los propios combatientes del Ejército Libre de Siria (FSA, por sus siglas en inglés), por considerar a la agrupación alejada de las necesidades reales de los sirios. Fuentes del CNS aseguran ser “el brazo político de la revolución”.

Al acto acudieron, entre otros, miembros de la Unión de Sirios en el Extranjero, quienes habían mantenido una reunión en Madrid la semana pasada a la que asistieron representantes de la Unión en varios países europeos.

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Publicado en Hemisferio Zero.