Fátima [nombre ficticio] alcanza una tetera sin agua mientras su hija corre en círculos por una alfombra extendida en el suelo. En ese pedazo de tela viven desde que huyeron de su hogar en la provincia de Hama, hace siete semanas. “Hubo bombardeos, mataban a gente y resistíamos, pero todos tenemos un límite”, comenta con rabia. Como Fátima, unas dos mil personas venidas de toda Siria se amontonan en un olivar de Atma (provincia de Idlib), cercano a la frontera con la región turca de Antioquía.
Desde hace un par de meses, quienes no cruzaron al norte se acomodan en mantas y bajo retales colgados de árboles que hacen las veces de improvisados pilares y vigas. Familias enteras se apiñan bajo las ramas que les protegen del sol radiante. En la cresta de la colina se han erigido seis carpas y varias tiendas de campaña de color ocre cedidas por el Ejército Sirio Libre, facción armada de los rebeldes que controla Bab al-Hawa y los pueblos circundantes. La Unión de Sirios en el Extranjero también aportó tiendas que permitirán aliviar en cierta medida la llegada del frío.
Fotografía: Diego Represa.
La ropa de Fátima -apenas un trío de camisas oscuras de manga larga- ondea al viento prendida de unas cuerdas atadas a un par de olivos. “Nos han hecho salir de casa y ahora cada miembro de mi familia está en un sitio”. Ella pudo escapar con su hija, que tiene síndrome de Down y requiere de cuidados constantes que en mitad del valle no recibe. Con el torbellino de acontecimientos, perdió el rastro de sus descendientes varones. Ha bajado al pueblo más cercano, por si pudiera localizarlos por teléfono, pero nadie responde a sus llamadas. “Mis muchachos son gente culta, deberían comenzar la universidad, pero les han arrebatado los estudios”, lamenta. “Nunca han participado en política y tenemos miedo. Ahora no sé qué es de ellos”, asegura mientras dobla un pañuelo blanco.
Desde marzo de 2011, Hama se convirtió en escenario de activas protestas contra el régimen de Baschar al-Assad, a las que siguieron una dura represión y violentos enfrentamientos que dejaron centenares de muertos y heridos. Más de un año aguantó la familia de Fátima sin moverse de la ciudad. “Hemos venido solo para salvar la vida”, explica la mujer. La niña asoma la cabeza detrás de su madre y con los dedos dibuja el signo de la victoria.
El limbo de los desplazados
Según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), cuando un civil huye y “cruza la frontera internacional de su país, se convierte en un refugiado y como tal recibe protección internacional y ayuda”. Los desplazados, en cambio, escapan de su hogar pero continúan en territorio de su propio estado, bajo la autoridad de unos dirigentes que no siempre aceptan que los ciudadanos reciban el amparo de ACNUR. En ocasiones, el propio gobierno es quien ocasiona o influye en los movimientos forzados de población.
Datos de ACNUR cifran en más de 101.000 sirios los inscritos en trece campos de refugiados instalados a lo largo de la frontera. Otros miles viven sin registrarse en pueblos y ciudades cercanas; la familia de Emad Almerei entre ellos. Cuando este sirio de 50 años llegó hace siete semanas al paso fronterizo, no le permitieron cruzar, y su hijo Murad se quedó con él. “Es mi único acompañante; traté de contactar con el resto desde aquí, pero no hay cobertura”, explica. Emad sufre una minusvalía que le impide estirar las piernas y andar con normalidad, por lo que necesita una silla de ruedas, plegada ahora al lado de la alfombra donde extiende sus escasas pertenencias. De poco le sirve para desplazarse por esta pendiente. “Cuando vivía en mi ciudad, acudía al hospital por el tratamiento, pero al final dejé de ir por los ataques”, cuenta con voz tranquila.
En una ocasión resultó herido por la metralla y decidió que era mejor marcharse con los suyos a Turquía. A menos de 500 metros se ven las vallas que separan los dos estados, aunque por carretera el camino es más largo. Todos los días llegan personas que tratan de alcanzar el otro lado y reciben una negativa de las autoridades turcas. A Emad no le importan las dificultades físicas o burocráticas. “Aquí estoy sufriendo, lo seguiré intentando”.
Fotografía: Diego Represa.
Un zarpazo a la normalidad
A Bashar al-Assad le cambió la vida el 21 de enero de 1994. Aquel día su hermano Bassel murió en un accidente de coche y Bashar pasó de trabajar como oftalmólogo en Londres a convertirse en el heredero del poder en Siria. Al fallecer su padre seis años después, le sucedió instaurando un período político que algunos auguraban de reformas.
La rutina de Basim Abdul se vio trastocada el vigesimoséptimo día de Ramadán de 2012. Esa mañana de camino al trabajo contempló la entrada de dos tanques en una pequeña ciudad de la provincia de Idlib, al norte del país. “Eran como tractores enormes. No hubo lucha en la calle, pero destrozaron todo a su paso”, recuerda Basim. Al llegar a casa habló con su esposa. Empacaron algo de ropa y se marcharon con las dos hijas y el niño, que le acompaña de la mano a todas partes. “Pasamos unos días deambulando y ahora llevamos un mes en este campo. No tenemos miedo de Bashar ni de los suyos”, afirma con orgullo.
Los bombardeos indiscriminados y la represión del régimen de Al-Assad le han devuelto la animadversión de sirios que le apreciaban como mandatario. No sólo suníes, sino también drusos, kurdos o cristianos se preguntan por qué son atacados civiles que apoyaban su política. “Yo adoraba a Bashar al-Assad, es mi presidente”, sostiene un hombre de Alepo llamado Ahmad. “Pero, ¿por qué nos ataca? Cuando caen las bombas, no preguntan si estamos a favor o en contra”, inquiere con vehemencia.
“Se cree un león grande [‘assad’ significa ‘león’ en árabe], pero no tiene nada aquí”, asegura Basim apuntado con el índice la sien derecha. Acaricia, como en un tic nervioso, la cabeza de su hijo, que le agarra con fuerza. “Hemos venido por ellos”, murmura antes de bajar la mirada emocionado, “para que tengan un futuro”.
O unos zapatos. Eso le gustaría comprar a la niña Areej, de 10 años, con su pequeño tesoro: una moneda que porta en el bolsillo desde no sabe cuándo. La muestra pícara ante sus amigas, que se arremolinan para admirarla con interés. Algunas pequeñas van descalzas y también querrían unas sandalias. “Son mejores las botas, porque por la noche nos pican los escorpiones”, opina una de ellas.
Fotografía: Diego Represa.
La comida escasea; crecen los problemas de salud
Dos muchachas se apartan de un grupo dando brincos. Descienden por un camino y se disponen a llenar unas regaderas con agua de las tanquetas. Recorriendo el trayecto inverso, un hombre carga una botella de plástico que contiene un líquido turbio, blanquecino y con posos. “Esta es el agua que bebemos”, espeta.
La mejora de la higiene se revela como una necesidad perentoria. Las enfermedades comienzan a proliferar y son comunes los casos de diarrea, especialmente entre los menores. Al lado de las cisternas, se han colocado las dos únicas letrinas –una para hombres, otra para mujeres-. Apenas diez metros las separan de un montón de basura del que, casi sin fuego, sale una intensa estela de humo. Un hedor envuelve el ambiente, mientras varios niños se divierten chocando palos cual espadachines de otra época.
Tres de sus amigos se sientan para comer alrededor de una cazuela. Antes de que se extingan las últimas horas de luz, un camión cargado con 150 kilos de arroz y varios sacos de pan de pita hace su entrada en la amplia avenida de olivos. El Ejército Libre Sirio se encarga de la distribución en pequeños contenedores de plástico. “Un pueblo del valle ha donado la comida”, comenta un muchacho sentado sobre el remolque. La solidaridad aflora entre los vecinos, pero parece complicado que todos obtengan su ración. Fátima se lamenta de que “ya casi no podemos ni comer”.
Quienes conservan un mínimo de ahorros, se acercan al puesto de Suleiman Kalaf, un tendero procedente de Idlib que asegura llevar alrededor de un mes en el campamento. “He perdido la cuenta, aquí los días pasan igual”, asegura con resignación. En esa provincia del noroeste, la resistencia contra el ejército actuó con determinación, aun cuando la aviación de Bashar al-Assad destruyó cultivos y ocasionó una “emergencia humanitaria”, según la Media Luna Roja. En uno de los empinados senderos, se han levantado tiendecitas como la de Suleiman con patatas, sopa, galletas, vasos, servilletas y tabaco. Se ha vuelto a quedar solo y pasan los minutos sin que nadie acuda a comprar. Es lo habitual.
Ni Fátima ni Emad imaginaban dos años atrás que la violencia desgarraría Siria; Basim y Suleiman no sospechaban hace un par de meses la huída que emprenderían. Durante algún tiempo tras el comienzo de las revueltas, confiaron en no abandonar sus actividades cotidianas: guisar la cena, repasar los deberes o atender el comercio. No querían dejar sus casas, pero menos aún que la guerra los encontrase durmiendo. “¿Por qué lo de Siria no se resuelve? ¿Qué es tan complicado?”, pregunta Fátima. Mujeres y hombres la rodean en silencio hasta que alguien murmura: “No sé, pero que acabe ya”. Mientras el país se retuerce de dolor, todos ellos, civiles, gente corriente, buscan una solución que les permita seguir con sus vidas más allá de este olivar.
Publicado en Hemisferio Zero.